Si le digo que mencione las articulaciones que conozca, casi estoy seguro que olvida una. ¿Cuál será?. Cuando pensamos en articulaciones, casi todos imaginamos rodillas que se doblan, codos que giran o dedos que se entrelazan. 

Las articulaciones son, creemos, esos lugares donde el cuerpo hace posible el movimiento. Pero hay una unión tan silenciosa, tan oculta y tan vital que casi nadie se acuerda de ella: la articulación alvéolo‑dentaria, el encuentro entre el hueso del maxilar y el diente. No se mueve como las demás, no hace ruido, no se dobla, pero sin ella nos quedaríamos sin una parte esencial de nuestra humanidad: el acto de morder, hablar, sonreír.

Cada diente está alojado en una cavidad del hueso llamada alvéolo, una especie de nido mineral. Pero el diente no está soldado rígidamente al hueso; entre ambos hay una capa microscópica de tejido elástico, el ligamento periodontal, que funciona como un cable de amarre, como una hamaca que sostiene sin romper. Gracias a esa sutileza biológica, nuestros dientes resisten las fuerzas brutales de la masticación —que pueden superar cientos de kilos por centímetro cuadrado— sin fracturarse ni quebrar el hueso. Cada mordida es, por lo tanto, un acto de ingeniería viva.

Esta articulación, inmóvil a simple vista, está llena de vida. Allí circulan vasos sanguíneos y terminaciones nerviosas que nos alertan de lo duro, lo frío, lo dulce. Es el sensor más fino de la boca, capaz de distinguir una semilla escondida en el pan o una piedra diminuta en el arroz. Es también el origen de uno de los dolores más intensos que conocemos: el dental. 

Dolor que tiene mala fama, pero que en el fondo es una advertencia heroica del cuerpo —“cuida tu raíz, o perderás el lazo que te mantiene unido al mundo de los sabores y alabras”—.Olvidar esta articulación es olvidar nuestra conexión con lo cotidiano. La comida, la risa, el beso, el lenguaje, todo pasa por ese punto de unión entre hueso y diente. Es un pacto entre la rigidez del esqueleto y la sensibilidad del cuerpo, una frontera donde la naturaleza decidió que debía haber firmeza, pero también compasión: un descanso elástico para amortiguar la vida que entra.

Así como el corazón late sin que pensemos en él, la articulación alvéolo‑dentaria trabaja discreta, fiel y precisa. Tal vez por eso no la recordamos: está donde empieza lo humano y lo invisible se vuelve imprescindible. Cada vez que muerdes, hablas o sonríes, algo dentro de ti articula esa armonía muda que sostiene el rostro completo del ser humano.

FOTO: Tomada de la Red Social de Facebook


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