Elegir el mejor de los roles de Yamira Díaz no siempre es tarea fácil, al menos en televisión. Mucho menos ahora, cuando coinciden en pantalla dos propuestas dramáticas: la telenovela Regreso al corazón y la serie Las reglas de Rodo, cada una con exigencias y matices distintos.
En el primer caso, Yamira interpreta a una mujer trabajadora, de sólidos valores humanos, entregada a sus compañeros y amigos, y al mismo tiempo madre de un violador, con todo el peso emocional que ello implica. Una madre que nunca deja de serlo, incluso cuando los hechos condenan con toda severidad a su hijo. En el otro proyecto, da vida a una abuela que, por razones aún no del todo esclarecidas, decide regresar junto a su familia. Ese retorno, que inicialmente se convierte en un problema, termina por transformarla en un eje sensible y salvador del hogar al que intenta pertenecer.
Dicho así, pareciera que el dolor atraviesa ambos personajes, y en efecto es parte de sus cimientos emocionales. Sin embargo, disfrutamos de dos interpretaciones felices y contundentes precisamente por lo diferentes que resultan. Ahí radica una de las mayores virtudes de Yamira Díaz: la capacidad de convertirse en “otra” sin necesidad de grandes cambios de maquillaje —un aspecto que, incluso, podría repensarse con ella— y, aun así, mantener intacta su veracidad. Lo hace sin excesos dramáticos, con una voz colocada que le permite llegar con claridad, y una ternura que aflora incluso en los momentos más pícaros o dolorosos de las vidas que interpreta.
Yamira sabe convertirse en un personaje secundario imprescindible, y eso es especialmente agradecible en su Sara de Las reglas de Rodo. En ella asoma un Alzheimer incipiente, advertido con tanta justeza que no produce lástima, sino una serena compasión, sostenida sobre su vínculo con Rodo. Es Sara, desde esa humildad cognoscitiva —por llamarla de algún modo— quien abre a su nieto un mundo de nuevas sensaciones. ¿Es la mejor manera? Tal vez nadie pueda afirmarlo, pero lo cierto es que comprende la inquietud que despierta el amor y lucha para que su nieto lo viva como una experiencia vital.
Se convierte, entonces, en un personaje simbólico que irradia fuerza, negada a las apariencias, apostando por vivir intensamente y ayudar a que también lo hagan aquellos a quienes ama. Ese “resurgir” cuando todos la daban por perdida, dramáticamente hablando, es un reencuentro con la vida a través de la familia, transmitido por la actriz desde la más absoluta sencillez.
Yamira transmite seguridad, incluso en esa comicidad que no siempre ha podido mostrar en televisión —aunque sí en el teatro—. Es la certeza para el televidente de que, tras la pantalla, encontrará un ser de carne y hueso, con virtudes y defectos que no necesitan grandes esfuerzos para ser descubiertos. Ella, solícita y tranquila, los coloca ante nosotros en cada aparición, haciéndonos cómplices de sus múltiples tránsitos entre la risa y el dolor.
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